"No podemos permitir..." arrancó locuaz
un defensor de los reos con una voz que era una mezcla absurda de la voz que
tendrían seguramente el coronel Cañones y monseñor Tortolo.
"Silencio señor o lo hago desalojar de
la sala", tronó nuevamente el juez.
"La memoria parcial no sirve...", se
desgañitó una mujer que en verdad no olía a jazmines sino a ese olorcito inmundo
de los calabozos.
La inocencia de los familiares de los
muertos y desaparecidos le ponía yeso a la rebeldía del dolor, ese dolor tan
lleno de llagas por los caminos recorridos. No dijeron nada ante tanta
vehemencia, ante tanto odio. Los jueces y fiscales intercambiaban cuchicheos
sobre la forma de enmendar el juicio y reencauzar la sesión.
"La memoria parcial no sirve..."
repitió chillonamente un señor de traje y corbata y portafolios de cuero
marrón, pariente de los reos.
Los reos miraban con cara de nada y a
la vez con ojos de "ya van a ver, ya van a ver..."
"Son ustedes los que se condenan..."
recordó otra mujer a los gritos aquella frase bíblica del apocalípsis, según un
arcángel del diablo.
De pronto, el jefe de la guardia
uniformada entró sobresaltado por el pasillo central del salón, se acercó a la
mesa del jurado y le pasó un mensaje escrito en un papel arrugado al presidente,
éste lo leyó, cerró el papel, lo abrió nuevamente, lo volvió a leer, miró a
derecha e izquierda, su rostro enmudecido parecía un cuadro dantesco pintado
por Picasso y Dalí a cuatro manos. Todos lo miraban en perfecto
silencio.
"Que pasen", ordenó en medio de lo
único colectivo y común que se produjo en ese lugar: la
incertidumbre.
Fueron entrando en fila india, nueve
muchachas, cinco muchachos y tres gurises de entre dos y quince años, a juzgar
por la apariencia. Todos sonreían. Se miraban emocionados y parecían contentos,
quizá por estar juntos, quizás por tener semejante oportunidad, como si
festejaran veinte años después el gol de Diego a los ingleses, tanto el mejor de
la historia de los mundiales como el otro, el pícaro, el gol metido con las
manos.
Los reos, sus abogados y sus parientes
eran estatuas de sal, con el espanto en las cuencas de sus ojos herrumbrados.
Los familiares de esa muchachada, reían y lloraban al mismo tiempo, sin
euforias, un llanto digno, silencioso, como sabiendo que había que contentarse
con verlos siquiera un instante, nada más.
"Identifiquese" ordenó el juez al
muchacho más alto de todos.
El muchacho alto dio un paso adelante y
respondió:
"Me llamo Vicente Ayala, pero todos me
dicen Cacho"
"¿Para qué han venido?" preguntó el
juez
Y el muchacho dijo: "para que la
memoria sea completa como se reclama" y abriéndose la camisa mostró los agujeros
de las balas, la carne morada por los golpes, las llagas azuladas y
violáceas que deja el paso de la picana eléctrica, la marca de las esposas sobre
las muñecas, el tabique nasal roto y el cuero cabelludo desprendido a
bayonetazos. Los demás muchachos hicieron lo mismo mientras que las muchachas,
con pudor, mostraron sus espaldas rasgadas por las mismas bayonetas, las
costillas rotas y expuestas para siempre, la carne azulada con 220 voltios. Los
chicos seguían observando todo con el asombro de todos los tiempos
juntos.
Calló la sala. Callaron las abejas. Los muertos se
fueron cantando.
Ahora sí, empieza la sesión.
Por Jorge Giles, amigo del "Cacho" Ayala,
desaparecido por razones
políticas