Reflexiones Finales

Informe Conadep Córdoba - 2° Edición, Septiembre de 1999

 


Una sensación de dolor e impotencia es la primera proyección de este relato, menguada síntesis de una realidad que fue muerte cotidiana en el país y, si cabe, con especial crueldad en Córdoba durante ocho interminables años. 

Dolor compartido con las víctimas directas e indirectas, con familiares y amigos, con los ciudadanos que sintieron en carne propia cada vejación, que experimentaron en su propia dignidad cada ataque a la dignidad del ser humano. 

Impotencia por lo irreversible de tanto dolor. 

El dolor es irreparable; se prolongará en el tiempo; y ojalá se perpetúe en conciencia perdurable, para que no se repitan las aberraciones que lo generaron. 

La impotencia, en cambio, debe ser solo el sentimiento por lo que pudimos evitar, pero jamás resignación entre los hechos consumados. En adelante, debe sustituirlo la Fuerza de la Democracia para esclarecer lo ocurrido, para asignar responsabilidades, para que se haga justicia. La Comisión Nacional Sobre la Desaparición de Personas, y en su ámbito ésta Delegación, tuvo una misión inicial que cumplir con este objetivo. A los órganos de la Constitución corresponderá, en el futuro, su desarrollo, profundización y culminación. 

Será útil, entonces, para ayudar a una mayor comprensión y a una toma de conciencia respecto de la labor que queda por delante, señalar las dificultades que presentó la tarea y las que aún podrán alzarse en el camino. Es necesario precisar, ante todo, que tales dificultades no surgen como imperio mecánico o espontáneo, sino que son el producto deliberado y el complemento necesario del sistemático plan de exterminio impuesto por los responsables de esta cadena de crímenes. Son la etapa final del delito; las piedras puestas en el camino de la verdad; la actividad consciente destinada a ocultar pruebas, nombres, responsabilidades; el designio de privar al pueblo de su derecho a saber para poder juzgar. 

La secuencia descripta e ilustrada en estas páginas, iniciadas con las detenciones-secuestros, prolongadas en el confinamiento clandestino y las torturas y coronada con el asesinato e inhumación oculta para imposibilitar el reconocimiento de la víctimas, constituye, en la mayoría de los casos, el trágico destino de los ciudadanos desaparecidos. Esta inocultable realidad explica el esmero con que los ideólogos de tal política trataron de desalentar, primero, y de impedir después, toda investigación eficaz sobre lo ocurrido. 

No era otra la intención del general Luciano Benjamín Menéndez cuando sostuvo que «los desaparecidos desaparecieron y nadie sabe donde están», razón por la cuál «lo mejor será entonces olvidar ahora» (Revista Gente del 25-2-82). 

Por la misma razón, oscuros abogados y escribas complacientes pretendieron implementar en leyes y documentos las herramientas de la impunidad. 

El primero de los intentos reconoce pocos precedentes: la «Ley» 22.068, que permitió declarar la «ausencia con presunción de fallecimiento» de los desaparecidos, a petición de sus familiares o aun de oficio, a iniciativa de los fiscales públicos, constituyó un intento de transferir a los deudos de las víctimas y a los representantes del Estado la responsabilidad de legalizar o «blanquear» los miles de crímenes innominados ocultos tras la desaparición de personas. 

Fracasada tal maniobra, cuyo único fruto fue evidenciar la responsabilidad política y penal de sus autores físicos e intelectuales, en marzo de 1983 se asiste a una segunda tentativa de impedir toda investigación: el llamado «Documento final de las Fuerzas Armadas en la lucha contra la subversión» que decretaba oficialmente la muerte de los desaparecidos, con la vana intención de tender un manto de olvido que, ante la comunidad nacional e internacional, constituyó una vergonzante confesión. 

Por último, en un acto incalificable del que la historia no registra antecedentes, se dicto la Ley Nº 22.924 de autoamnistía. Su articulado pretendía - ni mas ni menos- asegurar la impunidad en los delitos, prohibir la investigación sobre el destino de los desaparecidos, privar a los damnificados de su legítima reparación y, en suma, vedar todo intento de averiguar la verdad, a punto tal que hubiera bastado la más forzada invocación de un móvil «antisubversivo» para sacralizar delitos y cohonestar a sus responsables. 

Tal engendro tuvo una doble respuesta. Por una parte superó los límites del miedo, y miles de ciudadanos ganaron la calle para repudiarlo en distintos puntos del país. Por la otra, hasta los jueces que con más pasividad habían acatado los mayores desbordes de la dictadura, se vieron obligados a descalificarlo, declarando su inconstitucionalidad o, al menos, su inaplicabilidad. 

Así agotadas todas las alternativas juridico-políticas de autoprotección, el régimen acudió entonces a la técnica de los hechos consumados. En sus postrimerías, ordenó la destrucción de toda documentación referida al accionar represivo de la dictadura. 

El decreto firmado por el ex-Presidente Bignone que lleva el Nº 2.301 de octubre de 1983, y que, al igual que un sin número de normas semejantes, revestía el carácter de secreto, se fundaba en la «Ley» de autoamnistía para disponer la destrucción de todos los documentos referidos a las personas detenidas a disposición del poder Ejecutivo Nacional. Paralelamente, disposiciones aún no identificadas, por su carácter clandestino pero conocidas a través de ordenes y radiogramas recibidos en distintas dependencias y jurisdicciones del Estado en todos sus niveles, impusieron similar destrucción de todo elemento documental o registral que pudiera ayudar al esclarecimiento de la actividad represiva incostitucional. 

Con la restauración institucional, ciertamente, se crearon nuevas posibilidades para reconstruir la verdad. La Comisión Nacional Sobre la Desaparición de Personas y sus Delegaciones constituyeron un elemento para tal fin. Empero, es menester señalar que subsisten obstáculos que se interponen en el camino de la verdad; dificultades que obstruyeron la actividad de la Comisión, de la Justicia, de la común intención de la ciudadanía democrática de despejar las angustiosas incógnitas que aún condicionan el rumbo del país hacia el suficiente esclarecimiento de su reciente tragedia. 

Rémoras del pasado emergieron, obstinadas. Funcionarios subsistentes del Poder Militar insistieron en interferir en las investigaciones, fuera de toda legalidad. Cada denuncia, cada querella, cada presentación destinada a investigar una violación de los derechos humanos, fueron seguidas por su pretensión de arrogarse el conocimiento y la competencia exclusiva para impedir toda investigación de la justicia constitucional, aún antes de verificar los hechos y determinar la participación posible o probable de militares activos en los episodios bajo examen. En algunas ocasiones, actitudes del mando superior castrense respaldaron esta conducta «disuasiva» y proporcionaron de manera ostensible respaldo jurídico a los implicados militares o civiles en las violaciones investigadas, a través de letrados que en su momento integraran la estructura judicial de la dictadura militar. Más grave aún resultó la actividad de algunos funcionarios que , desde el propio seno del Poder Judicial de la Nación, obstruyeron sistemáticamente la tarea investigativa. 

La actitud del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, disponiendo la libertad de militares cuya captura había ordenado la Justicia Federal de Córdoba por estar incriminados como autores materiales de graves delitos (privación ilegítima de la libertad, homicidio calificado y aplicación de tormentos con resultados de muerte), provoca una legítima desazón en la ciudadanía, cuando no la incredulidad absoluta de la llamada «Justicia Militar». 

También advertimos la subsistencia de un natural temor en la población, justificado por la libertad de acción que gozan aún los elementos que integraron los aparatos represivos de los cuales, incluso, algunos permanecen actualmente en las Fuerzas de Seguridad y por la prédica antidemocrática efectuada por algunos militares en retiro y hasta en actos oficiales. 

La fuente ideológica de todo este accionar terrorista de Estado, ha merecido sabias reflexiones por parte de los obispos católicos reunidos en Puebla en el año 1979. En sus documentos se lee: «En los últimos años se afianza en nuestro continente la llamada doctrina de la seguridad nacional, que, es, de hecho, más una ideo logía que una doctrina. Está vinculada a un determinado modelo económico político, de características elitistas y verticalistas que suprime la participación amplia del pueblo en las decisiones políticas. Pretende incluso justificarse en ciertos países de América Latina como doctrina defensora de la civilización occidental y cristiana. Desarrolla un sistema represivo en concordancia con su concepto de guerra permanente...» (547) 

Recuerda asimismo la Conferencia Episcopal Latinoamericana de Puebla que «Las Ideologías de la seguridad nacional han contribuido a fortalecer, en muchas ocasiones, el carácter totalitario o autoritario de los regímenes de fuerza, de donde se ha derivado el abuso del poder y la violación de los derechos humanos. En algunos casos pretenden amparar sus actitudes con una subjetiva profesión de fe cristiana». (49) 

Y por último, señalamos las conclusiones de los Documentos de Puebla, que señalan las motivaciones de esta estructura ideológica que se constituyó en doctrina oficial de las dos últimas dictaduras militares (1966/1973 y 1976/1983) en nuestro país: «Impedido (...) el acceso a los bienes y servicios sociales y a las decisiones políticas, se agravan los atentados a la libertad de opinión, a la libertad religiosa, a la integridad física, asesinatos, desapariciones, prisiones arbitrarias, actos de terrorismo, secuestros, torturas continentalmente extendidas, demuestran el total irrespeto por la dignidad de la persona humana. Algunos de esos actos pretenden justificarse incluso como exigencia de la seguridad nacional». (1.262) 

Sabias palabras, que deberemos tener constantemente presentes, para no dejarnos seducir por los cantos de la sirena que se echan a rodar ante las dificultades propias de las soluciones democráticas, de la vida abierta a la participación popular, al accionar de la Justicia. Sólo así llegará a ser realidad aquella frase que, como una letanía, alzan todas las voces auténticamente argentinas: para que NUNCA MAS se adueñe de nuestra patria, el horror de lo pasado. 

ESTE ES NUESTRO APORTE A LA VERDAD; 
AHORA RECLAMAMOS JUSTICIA

Córdoba, septiembre de 1984.