desaparecidos

Sin Marcos


LA DIVAGACIÓN DEL LAGO

Precedido de Pablo y Lucía






por Nicole ROBERT
San Miguel de Tucumán, 1989
Montpellier, 1996

Un escrito más sobre los desaparecidos basado en relatos de testigos o protagonistas, entre documento y ficción, un cuento.

Porque los recuerdos como burbujas subiendo, siempren abren camino hacia la conciencia, porque en este país se produjo lo que fue denominado un "filicidio": una nación asesinó metódicamente a sus hijos, más exactamente un gobierno oraganizó la eliminación por medios de asesinatos, desapariciones, exilio de une generosa generación : jóvenes buscando cambio.

Que los de hoy se convenzcan que en lo cotidiano se esconde aún factible, la privación de las libertades, el terror, la guerra y que la democracia es una utopía todavía por hacer.

Y porque la historia es amnésica, esta contribución entregada a la memoria de los habitantes del Tucumán, cuna de la República.

Pablo y Lucía

Recién empiezan a vivir juntos. Después de cinco años de noviazgo, tomaron la feliz decisión de compartir sus vidas. Pablo se ocupó de conseguir la vivienda. Con el sueldito que ganaba, pensaban arreglárselas. Lucía insistió en elegir los muebles, de mimbre para cubrirlos con tejidos típicos de la región. Poco a poco instalaron su casita ubicada frente al parque.

Por fin, juntos, el uno para el otro. Ya más nadie pesa sobre ellos ni sobre sus proyectos. Libres, van unidos respirando el mismo aire. Ahí están, manos unidas.

El cielo está azul. Un calor infernal y húmedo se precipita sobre la tarde. Los arboles transpiran, zumo y savia. Sus ramas sobrecargadas de insectos y polvo se mueven extenuadas en un lento vaivén. Por las calles bordeadas de naranjos repletos de frutos, los escasos peatones avanzan con el paso cadencioso y lento de una procesión.

El centro de la ciudad está desierto. Después de los acontecimientos, los cafés y las peñas, uno tras otro, han cerrado sus puertas; empezando por la cervecería adyacente a la Casa de Gobierno, al poco tiempo "El Buen Gusto", uno de las pocas confiterías donde el aire acondicionado protegía de la aberrante torridés del verano. En la Plaza, frente a la iglesia dominada por dos pequeños campanarios de la época colonial, los taxis se estacionan en fila a la espera de clientes cada vez más escasos. Los ómnibus circulan irregularmente llenos de pasajeros como ensimismados, ausentes.

Pablo siempre le da cita a Lucía en el anfiteatro del parque. Cuando se encuentran, antes que nada, la besa y la estrecha en sus brazos. Van hasta la última grada donde se sientan, para confundir sus cabezas con el azul del cielo y contemplar los viejos palos borrachos. Él le muestra las pruebas de la próxima edición del diario. Lucía lee en voz alta los pasajes interesantes. Escacean las mercaderías. Los comercios agotan sus reservas y sus estanterías vacías son el testigo de un pasado de bienestar no muy lejano. La moneda se devalúa rápidamente. No es sorprendente ver en un mismo día los precios multiplicarse por dos. Lucía dejó de fumar, no tienen más cigarrillos en los quioscos. Desertaron sus esquinas los vendedores ambulantes. Sólo unos cuantos perros flacos ocupan las veredas. Familias enteras abandonan la ciudad y todos los días, hay líos en la estación de trenes. Pablo y Lucia se vuelven a casa charlando, entretenidos.

El cielo está azul profundo. Una columna de humo invade el patio donde la carne se cuece lentamente a la brasa, no se consigue más gas. Ella prepara la ensalada. Él le ofrece un vaso con jugo de naranjas. La radio trasmite música clásica. Las emisoras norteamericanas están interferidas, como ocurrió cuando murió Salvador Allende.

Todas las noches, bombas explotan en diversos puntos de la ciudad. Después de los abogados, los médicos, los psicólogos, otras profesiones son ahora el blanco de los atentados. Luego de la bomba que redujo a escombros su casa, el dueño de la librería universitaria la reconstruyó. Una segunda que estalló poco tiempo después, le dejó en la fachada un hueco enorme en forma de gota. De una sola mirada, se abarca el salón rosado y en lo que fue el dormitorio, el techo derrumbado cuelga, formando una "v" gigante. Él vive desde entonces al fondo, en el jardín.

Al sur, a orillas del río, se han emprendido obras. Los camiones volquetes circulan días y noche transportando materiales. Se han construído centros deportivos a toda prisa, sobre tierras inundables, rodeados de un muro que cada mañana está más alto. El operativo antiguerrilla prosigue. Anteayer, un enfrentamiento dejó entreverados algunos cadáveres de soldados y extremistas en un cañaveral.

El cementerio está cerrado al público. Parece ser que allí entierran a los muertos anónimos, para lo que cortan la luz a propósito. Un extraño cortejo de sombras se mueve en acciones imprecisas.

Cuando Pablo y Lucía salieron de la casa esa mañana vieron camiones militares cubiertos que avanzanban pesados y lentos hacia el centro. Más tarde, los tanques bloquearon todas las calles de los alrededores de la Plaza. Algunos curiosos trataron de acercarse pero fueron abatidos por balas de tiradores apostados en el techo la Casa de Gobierno.

Lucía regresó a casa como de costumbre, a las cinco de la tarde. Sintió un golpe dolorososísimo en el hombro y en la base del cuello. Unos individuos la amordazon, la ataron, la arrojaron sobre la cama.

Pablo llegó más tarde en taxi con los brazos cargados de provisiones. Lucía escuchó ruidos sordos, seguidos de unos gritos indefinibles, un estrépito de desplazamientos, golpes contra la pared que separa el dormitorio de la entrada.

En la radio a todo volumen, aturdía el tango Cambalache :

- ¡ Que el siglo veinte fue y será una porquería ya lo sé
En el quinientos seis y en el dos mil también...
Cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón...
Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor
Ignorante, sabio, chorro, generoso o estafador
Todo es igual, nada es mejor
Lo mismo un burro que un gran profesor !

Los vecinos no oyeron ni tampoco vieron nada que llamara la atención.

Han atravesado la ciudad florecida, a la par sin poder hablarse. Sólo algunos mosquitos revoloteaban sobre sus negras greñas, como acompañando su partida.

Quizás haga calor,

Y ya no coman más los nísperos anaranjados como sus mejillas; y no sumerjan más sus miradas en las aguas del río, ni vuelvan a escuchar la música de sus voces, ni el murmullo de los picaflores, ni admiren los reflejos azules de los jacarandás sobre la ruta.

En una espera sin salida, deben permanecer de pie, inmoviles, esposados a otros. Suspiran imperceptiblemente mirando a través de un agujerito de la capucha, las baldosas de la vereda entre las que la gramilla alta, va y viene jugando con los caprichos del viento.


La divagación del lago

Hasta los pájaros dan vueltas agotados por la atmósfera pegajosa. El calor abrumador le fatiga el corazón. La madre se dirige rengueando hacia el escritorio de nogal, abre el cajón que cruje, retira con delicadeza una legajo arruinado. Observa la carátula del Habeas Corpus. La letra de caligrafía está realzada en partes con adornos. La tinta violeta ha empalidecido. Diversas manchas de colores y huellas en diferentes momentos sobrecargan las páginas manuscritas.

- ¡ Ni una respuesta, nunca !

La historia resurgió hace un año, en pleno verano. Ella había recibido un mensage, un policía de la capital quería verla, tenía noticias de su hija. Aprovechando de un próximo viaje a la provincia, deseaba concertar una cita. No podía decir más.

La madre camina en el patio, da vuelta al aljibe revestido de azulejos moriscos. Se sienta, abatida, con las piernas juntas al abrigo de la sombra irregular de la costilla de adán. Las ráfagas de sol atravezando las hojas, van a reverberar en los aros de pacotilla, en el bordado inglés de la blusa negra y en la falda oscura a rayas.

Relee pausadamente las hojas onduladas por el tiempo y las lágrimas hasta escuchar un llamar de manos resonar entre los ruidos de la calle. Hace deslizar el expediente y lo pone bajo el brazo. Con paso decidido y dificultoso traspone la galería. Ya en el zaguán, choca suavemente con la lamparilla y abre la puerta :

- ¡ El hombre, de uniforme !

Es aún joven con profundas arrugas alrededor de sus ojos aindiados desapareciendo bajo una visera de color azul marino. Gotas de sudor perlan sus sienes y su frente. Se adelanta torpemente quitándose la gorra mojada.

Ella lo recibe como se debe, en el vestíbulo. Lo invita a sentarse debajo del ventilador. El toma asiento, incómodo sobre un ángulo del sillón sin saber qué hacer con las manos ni con la gorra. Ella entabla la conversación mostrándose atenta con él. Como se lo pidió su marido primero y además, por un fenómeno oscuro de la vejez, ella se ha olvidado totalmente de las fechas y los detalles de la desaparición de su hija.

El policía carraspea.

- ¡ Ah, sí ! Se acuerda... el trece de octubre de este año feroz, la vio entrar en la Escuela de policía. La recuerda serena, escoltada por dos militares. En nombre de un operativo especial, las fuerzas policiales y las del ejército habían sido sometidas a un mismo mando por decreto, misión dada : neutralizar a los guerrilleros y a sus supuestos simpatizantes.

Él estaba de guardia. Al pasar a su lado, ella se detuvo. Le pidió fuego. Su desenvoltura no dejó de sorprenderlo y le había permitido fijarse en ella. Era linda a pesar de sus ojos hinchados por el sueño. Fue todo. No había vuelto a verla. Al día siguiente, ella ya no estaba en ese lugar.

Sin decir una palabra, la madre observa al policía que cada vez más nervioso que se sobresalta con el fragor de los truenos. Deja deslizar su gorra. Cambia de posición, pone una mano debajo del mentón y balancea la otra. No sabía nada más... Sólo una cosa : Al alba, entraban y salían por la puerta grande, carros cargados de bolsas de yute llenas de víveres. A veces, goteaba sangre.

La madre suspira. Deja vagar su mirada desde las agujas elocuentes del reloj de pared hasta los colores rojo, anaranjado y gris del retrato de su hija con los cabellos ensortijados, y la pierde a través del vitral de la puerta, en el vacío en dirección del árbol del patio. Ahora sí, recuerda de golpe y prosigue taciturna con los datos y versiones que logró saber.

Angela viajaba en un taxi cuando la vio a la altura del número 1100 ó 1200 de la calle Santa Fé. Pidió al chofer que se detuviera de inmediato. No pudo hacerlo. Se encontraba en la fila de la mano derecha, en medio del apuro de los embotellamientos. Ella hubiera podido salir del taxi pero cuando la buscó con la mirada en la vereda del frente, la materialización había desaparecido. Era realmente ella. Altiva, serena, avanzaba lentamente como en un sueño, marcando cada uno de sus pasos. Miraba fijamente hacia delante sin ningún interés por las vitrinas rutilantes de las joyerías y boutiques. La gente se apartaba para dejarla pasar, tal era su lentitud, firme y decidida. Los apresurados se adelantaban, dejándola atrás. Ella seguía su camino. Era Negra, sin ninguna duda.

Tiempo después, Pedro la vio con Juan en la fila de espera en un puesto de control de la frontera boliviana. Al hombro llevaba un bolso de turista de tela escocesa, anteojos negros sobre sus pómulos abotagados. Conversaban riéndose. Juan desmentió categóricamente esta versión. No la vio nunca más. Por otra parte, jamás había ido a Bolivia. Le hubiera gustado puesto que aparentemente era su último amante; compartido, él lo sabía pero la amaba más que todo el mundo. Sí, hubiera querido huir con ella antes de la debacle.

Y ahora en México : un barrio aislado, una casa colonial en ruinas, un dormitorio con las paredes torcidas, recién blanqueadas con cal, una camita, una cómoda sobre la cual hay algunos libros, una habitación de pobreza franciscana se honra con su presencia.

La dificultad está en que jamás dio noticias suyas a nadie. Algo simple, una tarjeta postal, unas cuantas palabras sólo para decir : "Estoy bien, aquí estoy, existo". Le gustaba escribir y lo hacía muy bien. Prueba de ello son su diario y cartas. O una llamada, lo que resulta más anónimo aún :

- ¡ Soy yo, estoy en tal lugar, no puedo hablar mucho tiempo pero vivo, escribo, canto !

Parece que estaba embarazada de algunas semanas, ¿ Y el niño ?

Había hecho el desafío de traerlo al mundo. No era el momento, decía, tengo mucho que aprender antes de tener un hijo. Juan le había suplicado. Ella podía contar con él, sus familiares, sus amigos. No esperaba sino esta certidumbre para cambiar de opinión, con júbilo. El niño, ¿ dónde está ?

También en París, en un barrio distinguido, una bohardilla, una valija, algunas fotos pegadas en la pared con pedazos de cinta adhesiva, entre la multitud que hay en esta capital, por la que han pasado, desde hace lustros, tantos miles de refugiados que cumplieron con todos los requisitos de la Convención de Ginebra.

- ¿ Porqué ella no lo hizo ?

Su caso era sencillo : la dictadura, el terror. Tenía testigos, pruebas sobre su cuerpo, recuerdos precisos en la mente :

- Él lleva anillos. Se los oye tintinear cuando hace crujir sus falanges. Debe ser de baja estatura. Es culto, vivaz. Me hace todas las preguntas que es posible imaginar. Le respondo lo mejor que puedo pero él es obstinado. Él quiere... en realidad, nunca podré comprender lo que quiere. La dignidad, mi dignidad de mujer... la dejé en el pasillo amarillento de piedras con inscripciones, desde la primera hora del primer día. Los gritos, los estertores, los olores, yo puedo acordarme de todo a partir de un simple formulario.

Un astrólogo la ha visto internada en un hospital psiquiátrico, había perdido la cabeza. Sufre el martirio, no sabe más quién es ella. Busca sin descanso su identidad, en las paredes de la habitación, en sus vestidos miserables, en sus manos, en sus cicatrices, en los espejos donde no se reconoce, en las miradas de los desconocidos que nunca vienen por ella. Espera que la encuentren (¿ Dónde ? La hemos buscado por todas partes), que le digan cómo se llama, que vengan a liberarla.

Y la historia del lago. Hace algunos años un veraneante de la capital solicita los servicios de buzos profesionales para rescatar el motor de su lancha hundido en las profundidades del agua. Cuando los hombres-ranas reaparecen, ganan la orilla precipitadamente. Al sacarse las escafandras, muestran sus caras asqueadas por un lúgubre descubrimiento. Habían visto con sus propios ojos, retenidos por grandes pesos, cadáveres hinchados, mutilados, destrozados.

El policía gesticula, contiene su aliento. Su mirada se le enturbia, se vuelve lívido y tiembla.

- ¡ No, la draga del lago no la trajo afuera !

También se hablaba de la autopista nueva, la que conduce al aeropuerto : - ¿ Los cimientos mismos, no contendrán su cuerpo ?

La madre se estira. Ha olvidado el resto. Eleva sus ojos al cielo negro que se vierte recio sobre el estaño de las galerías. Mira fijamente al policía quien al borde de un desmayo, intenta ponerse de pie haciendo ademán de salir. Ella se levanta con dificultad, lo sigue hasta la puerta. Él se despide, al mismo tiempo, ella contempla la calle transformada en un torrente marrón que arrastra remolinos de ramas y desperdicios.

Ya no sufre. No sufrirá más. Tomará el Habeas corpus y se retirará resoplando a la biblioteca. Leerá página trás página, mirando de vez en cuando las fotos calzadas debajo del vidrio del escritorio. Después se irá a dormir una siesta tórrida con su pasito balanceado.

- Lo que más me impresionó al llegar fue el hedor a jaula de fieras que inundaba el patio a cielo abierto. Alucinaba detrás de la capucha, animales de la jungla. Un olor acre, húmedo, que anudaba la garganta, un olor a bestia salvaje y a tierra removida, un olor indefinible. Hacía mucho calor en esta siesta. Era sábado, y los fines de semana eran tranquilos. Uno que otro alboroto intempestivo de guardias borrachos. Algunos gritos bajo un sol agotador. No quedaba más que esperar en el patio sentada en el banquito verde del cual sólo lograba ver sólo la suciedad incrustada en las ranuras de la madera.

Soportaba mis dolores sin esperanza, consecuencia de las numerosas trampas que me habían tendido, frutos mórbidos de imaginaciones increíbles mientras gritos reverberados obstruían mi conciencia. Me dolía cada uno de los músculos, sobre todo en las diversas heridas que todavía no me habían curado. La mira de la pistola me había desgarrado la carne. Sentía laceraciones abiertas que me ardían. Mis dedos índice y mayor derecho estaban reventados y hematomas cubrían todo mi cuerpo, como después de mi accidente de automóvil.

Eso es lo que me imaginaba porque no podía tocarme ni observar el aspecto de mis heridas. La capucha me calentaba más aún bajo el sol de plomo. Sudaba por todos los poros de mi cuerpo y sentía correr gotas pesadas a lo largo del torso y los miembros. Cerca mío, otros cuerpos gemían. Había optado por sufrir en silencio porque la respiración iba a abandonarme si me quejaba. Estaba agotada como en un estado segundo, fluido, irreal.

Me encontraba sentada en el banco, cuando vi acercarse unas botas negras, grandes, impecablemente lustradas. Estaba acostumbrada a ellas. Siempre controlaban mis desplazamientos. Por primera vez, el hombre se puso a hablar. Con voz suave, me dijo que quedaría ahí algunos días y que podría dormir tranquila. Nada más iba a ocurrirme, todos los guardias estaban de franco. Me pareció que ya había escuchado esa voz, reconocía su ritmo... pero no.

Esto sucedía en una escuelita que había sido transformada en campo de concentración. Muchos de los alumnos enviados a sus casas preferían sin embargo quedarse a jugar en los alrededores, tratando de entender el ir y venir de los camiones y vehículos militares. Conversaban de vez en cuando con los soldados apostados cada dos metros a lo largo de la pared de adobe grisáceo agrandada con ladrillos y miradores.

Por lo general, aquí se venía a parar luego de varios días de detención inhumana en las comisarías o diferentes lugares utilizados por el ejército : el cuartel de bomberos, las piscinas, los centros deportivos. En mi caso, fui traída aquí después del quinto día, en una camioneta entoldada.

Con un timbre tranquilizador, la voz prosiguió : Ahora iba a poder descansar El médico vendría a curarme. Otra vez la sensación de haber oído esta voz. No le creí ni una palabra. Sin embargo, se me alivió la picazón irresistible que sentía bajo mis párpados. Buscaba en mi mente imágenes felices.

Una tarde Juan me invitó a pasear por el cerro. El otoño salpicaba sus colores ocres y verdes sobre el campo, galopábamos a la par, por montes y caminos. De repente, Juan apuró su caballo, se adelantó a toda prisa y luego de un largo trecho, se detuvo bruscamente dando media vuelta. Se paró frente a mí, acercándose para acariciar mi cara. Yo tomé su mano, se la apreté. Contrastando con la calma del paisaje, los animales resoplaban. Sacudían las crines, movían las patas desordenadamente. Juan me miró a los ojos expresándose velozmente :

- ¡ No entiendo lo que me pasa, nunca me sentí tan cerca de una mujer ! ¿ Cómo te explico ? Estoy enamorado. No sé si podré asumir. Pero el amor puede ser otra cosa que un sufrimiento, ¿ verdad ?

Era lindo. En su rostro resplandecían sus grandes ojos verdes. Esperaba mi respuesta. Ante un salto de su montura, su cabellera se agitó. Yo estaba estupefacta, no podía ocultar mi emoción. Conocía la soledad de su vida pero nunca hubiera pensado que llegara a ser mi amante. Su declaración inesperada abría un espacio cómplice. Se acercó aún más, su caballo pacía. Me besó con delicadeza y le correspondí apasionada. Un momento después reiniciamos nuestro paseo, renovados, alegres.

.......... Me adormecía con la cabeza inclinada, sin apoyo entre los hombros. Sentía que alguien delante mío, me observaba. Yo me preguntaba después de todo lo que me habían hecho, ¿ qué parte de mi cuerpo podía interesarles aún, las manos, las piernas, los senos, qué ? Ni siquiera corría una brisa para aliviar mi fiebre.

Bajo esa mirada, trepaba por el cerro de los siete colores. Ya cerca de la cima, me aferré con las manos a un bloque rocoso y alzando la cabeza, vi aparecer entre cielo y tierra una hermosa iguana, abriendo sus fauces, entornando los ojos, parpadeando. Un tiro resonó en el valle, venía de la ladera opuesta. No podía darme vuelta sin arriesgarme a perder el equilibrio. Oía golpes contra el suelo, aullidos.

Desde mi sueño, comprendí que esos ruidos provenían de la realidad. Me sobresalté, levanté los párpados por costumbre, sin éxito. Sospechaba una nueva agresión. Después me tocaría a mí.

Aparentemente no, un orden caluroso y agobiador envolvía de nuevo el lugar. Solamente los insectos con sus vuelos invadían el espacio. Me encogí sobre mí misma, como un ovillo, dejando caer mi cabeza entre las rodillas. Volví a mis sueños en las montañas adornadas de aislados cactus y eucaliptus.

Seguro que estaba borracha, su llamada por teléfono a Juan en plena noche lo confirmaba. Ya no era su único amante pero le parecía que hacía bien. Era la primera noche que se encontraba sola, como quería. Algo insólito acaba de ocurrirme, decía.

Estaba en su dormitorio, recostada boca arriba con la mirada incrustada en el techo, en las líneas accidentadas dibujadas por el tiempo y los temblores. Había jugado infinidades de veces, organizando formas cuando empezaba a adormecerse, cuando fumaba, cuando hacía el amor. Esa noche, no veía nada en las grietas. Trataba de conciliar el sueño, pero no, tenía que salir, subir al Citroën, romper con el silencio angustiante que llenaba la ciudad anajanrada.

Hacía muchos días que no podía pegar los ojos. Necesitaba vivir a toda prisa, aprovechar el día, la noche, los amigos, los encuentros. Nececitaba divertirse, hablar, reír, escribir instalada en su salón, sentada a la mesa cubierta con su mantel a cuadros rojos y blancos. Componía, escribía, ensayaba. No dejaba nada al azar. Se ocupaba de cada detalle, cada ser con notable consideración. En la búsqueda de la felicidad, interpretaba las conversaciones, los perfumes, los sueños. Dirigía lo que hacía con maestría. Pronto, las fisuras del techo hospedaron una extraña visión : en la escuela, frente al pizarrón la maestra le tomaba una lección que no había estudiado. Sus compañeros, en vez de ayudarla, estallaban en risas. ¿ Un recuerdo, una premonición, una fantasía ? El curso estaba claro; sin embargo, no podía entender. Sobre el escritorio veía reinar un par de botas de gran tamaño. Alzaba los ojos buscando alguien que pudiera reconfortarla. Sólo veía la cara crispada de la maestra, los ojos nublados por las lágrimas.

Ahora en la galería, resonaban ruidos de botas. La atmósfera estaba tan pesada que el sudor caía de su cara en gotas que le corrían por el pecho. Súbitamente tenía frío y comenzaba a temblar. Ansiaba el sueño sin lograrlo. Estas sensaciones nunca la abandonaron. Juan la había tranquilizado : Todo estaba en su mente. Nada de ésto era serio, el drama ya había pasado. Pronto volverían a correr por los caminos que bordean los cañaverales. Les gustaba vagar por los campos y sentir el encanto que les producían las flores pudorosas escondidas en los cultivos.

El teléfono sonó dos veces. La señal. Ella saltó de la cama, se deslizó por la alfombra guaraní y sólo escuchó una respiración agitada; luego cortaron ¡ Qué raro ! Más tarde llamó Juan. Quedaron en encontrarse lo más pronto posible. Un par de horas lejos de él y ya le pesaba su ausencia. Se uniría con él todas las veces que quiera a cambio que él aceptara su deseo, deseo totalitario que preservarían para la eternidad.

- ¿ Qué secreto guardaba ella ?

Se han encontrado en la Plaza, a la sombra de las grandes magnolias frente al monumento de la Independencia. La tomó en sus brazos, estrechándola tiernamente contra su pecho. Algunos amigos estaban sentados en los bancos, conversando en voz baja. La libertad volvía a imponerse. Habían aguantado, ¡ había que aguantar ! Así llegaba la liberación. Sus conciencias estaban debilitadas pero sus cuerpos intactos. Aquella noche durmieron en un hotel alojamiento, en una pieza con un aparato de aire acondicionado descompuesto, después de haber hecho el amor sobre sábanas húmedas, deslizando sus cuerpos apretados en un placer dulce e incansable. Cuando ella regresó a su casa, algo había cambiado. Ya no miraría aquella pared. No sentiría gusto por aquellas formas singulares. Se recostó, contemplando a través de la ventana, los jazmines en flor y por fin se durmió en un instante. Al despertarse, todo estaba normal. El sol, ya alto, aplastaba la casa, el vecino jugaba con el perro. Habían llegado varias cartas. Negra tenía en la mente un motivo musical de los valles, un tema persistente, una copla acompasada grabada en una noche de carnaval. Se puso a componer, tocó la flauta. Escribió, febril, frente al papel pentagramado. La felicidad la invadió. Poco más tarde salió a hacer algunas compras para la casa y desde el bar "Los dos gordos", telefoneó a Juan. No estaba. Prefirió regresar. Un calor insoportable entraba por todas partes, un ventilador inútil removía el aire pegajoso. Ella sin embargo, durmió una siesta colosal, relajada. Al caer la tarde, sonó el teléfono... Dos toques, ella esperó. Era Juan. Estaban contentos de saberse bien. Había una reunión en lo de Pedro : ¿ Podría ir con él ? Sí, ella se sentía en plena forma. Aquella noche, se quedaron abrazados en el Citroën, de vez en cuando iluminados por los relámpagos. Llegaron a la casa de Pedro, se sentían raros.

Negra era maestra diferencial. Se levantaba temprano y rozagante, partía a trabajar. Por la tarde iba a la facultad donde estudiaba ciencias de la educación, con la intención de mejorar su agotador trabajo rutinario, aplicando métodos más adecuados.

Llevaba un ritmo de vida acelerado. Juan no podía seguirlo. Él mismo confesó que a veces se sentía sobrepasado. Cuando se encontraban en la Plaza y ella saltaba en sus brazos, su esplendor, sus risas desbordantes de alegría lo dejaban atónito. Ella multiplicaba las salidas, las nuevas amistades, los proyectos.

Dos veces por semana tomaba clases de guitarra y canto. Se daba tiempo para las citas con sus amigos en los bares, obligatorias en esta época turbulenta. Manejaba con elegancia sus aventuras amorosas. Adoraba a Angela, una española anarquista que vino a parar al interior. Compartían estudios y farras que dejaban transcurrir el tiempo como de costumbre. Apreciaba el vino pero especialmente la marijuana para no volverse fea, decía. Tiempos antes del golpe de estado, algunos amigos la cultivaban hasta en las macetas floridas de las calles peatonales. La gente se maravillaba de ver a esos jóvenes tan correctos y gentiles regando las plantas de los jardines públicos.

El poder de entonces, estaba en manos de un militar conocido por su demencia. Animado por grandes ambiciones para la provincia, se había dedicado en primer lugar a hacer reinar el orden y la limpieza.

Durante todo el día, funcionarios obligados a ponerse una blusa blanca, tenían la tarea de fregar y hacer brillar los bronces de la Casa de Gobierno. La tierra apisonada de la Plaza fue recubierta de mosáicos de mármol y dos veces por día era invadida por el personal de limpieza provistos de enceradores industriales.

Cada día, se realizaba cuatro izamientos de bandera realzados por el cambio de guardia. En cada ceremonia, toda persona que cruzaba la Plaza, tenía que detenerse en seco y quedarse inmóvil como momia hasta el fin del acto.

El General odiaba los árboles tropicales. Su aspecto caprichoso, sus raíces anudadas en evocaciones dudosas le disgustaban; los hacía arrancar de las plazas y remplazar por pinos europeos. Bajo sus ordenes directas, muchos naranjos cuyos frutos se suelen utilizar en las destituciones, palos borrachos, tarcos de flores amarillas y violetas, perecieron en hogueras encendidas a toda prisa para hacer desaparecer los troncos seccionados por decenas de sierras que causaban estragos. Su divisa era : "Todo lo que se mueve debe ser saludado, lo que está inmóvil, pintado". Así fue que las cisternas de los techos y los enormes troncos que no pudieron ser arrancados fueron recubiertos con franjas azules y blancas, los colores de la bandera.

Para preparar la llegada de generales de la Junta, puso en marcha un operativo de gran envergadura. Los inmuebles públicos debían presentar un alineamiento perfecto. Con ese próposito, se construyeron salientes en diversos edificios históricos. Numerosos villas miserias fueron rodeadas de altos muros levantados con nervioso apuro para separarlas de las casas de clase media, y sobre todo, para ocultarlas de la vista de los visitantes.

En una noche de furor, dio la orden a la policía de limpiar la ciudad de mendigos. Fueron llevados por la fuerza hasta el otro lado de la frontera montañosa de la provincia vecina. La mayoría de ellos murieron de hambre y frío, menos el más pintoresco, Colirio, poeta que se cubría con una máscara de cartón y distribuía sus escritos, aunque enigmáticos, bien redactados. Después de semanas de errar a pie, logró reaparecer extenuado, delante de los bares de la Plaza. Una vez curado, pudo contar con lujo de detalles, su gesta y por unas cuantas monedas, cómo él, había vencido al General.

Luego la locura del militar cobró nuevas proporciones. Decidió que las grandes crecientes habiendo cesado, había que acortar el puente y reducir sus defensas. Ordenó edificar en el lecho arenoso de ambas orillas y proceder a la requisa de materiales. Los empresarios que se negaron fueron amenazados, heridos o fueron a aumentar el número de desaparecidos; los arquitectos también por no querer trabajar desde las cinco de la mañana proyectando aldeas fantásticas soñadas por él. La naturaleza no se sometió a sus caprichos. La primera tormenta torrencial destruyó el puente y todo lo construído.

Por otro lado, la guerrilla en las montañas le ofrecía una justificación de gran valor. Hacía bombardear las villas y caseríos de campesinos y obreros situadas en las cercanías de la espesa selva porque sospechaba que proveían de víveres a los revolucionarias. Él, reconstruiría.

Hubo aquel famoso domingo. El asado para festejar la primavera en el patio trasero de la casa de Pablo y Lucía. Invitaban seguido a sus amigos, especialmente desde el estado de sitio. Su casa, siempre abierta, brindaba cálida acogida a todos : compañeros, estudiantes, amigos, en particular a los de Pablo, numerosos, debido a su profesión de periodista.

El coche del General avanzaba lentamente sobre el puente, escoltado por otros, norteamericanos, blindados con vidrios ahumados. Nunca se sabía cúal era el vehículo en el que iba. Aumentaba cada vez más sus precauciones por temor a los atentados que envenenaban su existencia. En ocasiones, viajaba de incógnito en un auto particular o en un taxi, marchando detrás de la comitiva. Incógnito, imposible pués era de alta estatura, macizo, narizón, tenia el pelo cortado siempre raso, y sus lentes oscuros no engañaban a nadie sobre sus ojos claros de mirada de hielo.

Por el lado derecho del puente, circulaban en bicicleta, dos jóvenes de pelo largo, turistas en apariencia. Cuando el auto pasó a su altura, uno de ellos extrajo de su bolsa una ametralladora y descargó sus balas. Alcanzado por ellas, el chófer se desplomó. La respuesta fue instantánea. Uno, herido en la espalda fue abandonado agonizante, entre dos filas de un maizal que bordeaba el río. El segundo fue llevado a uno de los autos por dos guardaespaldas. Le sangraba el pecho y el brazo pero podía caminar. La comitiva prosiguió su camino.

Corría el viento del norte, trayendo un calor dulce que exhalaba el aroma de la carne asada y la fragancia de los azahares. El patio estaba lleno de gente. Juan se ocupaba del asado. Negra espléndida con su vestido floreado sobre fondo negro y sus famosos aros criollos, servía el vino y conversaba con los invitados. Todos charlaban animadamente, algunos en voz baja por el interés de todos. Había habido una asamblea general en la facultad y allí una parte de los estudiantes había decidido públicamente pasar a la clandestinidad para hacer frente a la represión y apoyar la lucha de los guerrilleros.

Negra no estaba de acuerdo. Creía que únicamente la educación y tiempos sin corrupción, podían cambiar la suerte de sus compatriotas. ¡ Era excitante sí, el poder estaba tan cerca ! ¿ Pero cúal fue el resultado ? La dictadura barrió con todo. El enemigo era poderoso y sanguinario. Los cuerpos mutilados le daban horror, sobre todo, la muerte. Ella no estaba dispuesta a actuar con precipitación. Sabía que esta guerra inmunda que la separaba de tantos seres queridos por razones desconocidas, tenía que acabarse pronto.

Algunos grupos armados guerrilleaban en los contrafuertes de los Andes, liberando tierras par lograr la revolución; otros grupos, militares, paramilitares o policiales se excedían ampliamente en sus objetivos de combate : a fuerza de redadas, enfrentamientos, campos de concentración, torturas en las comisarías y cuarteles, en el subsuelo de la Casa de Gobierno, en todas partes.

Para Lucía se trataba de una cuestión de familia. Habían matado a su hermano; y cualquier cosa que pudiera hacer, lo haría. Sin intervenir, con aire misterioso, Pablo los miraba. Él se limitaba solamente a pensar cómo recuperar las tiras de información trituradas por los militares y ponerlas al alcance de sus lectores. Era su modo de luchar. Negra se fue a buscar la guitarra de Pablo. Entonó música del norte, chacareras y zambas, acompañada en su canto por varias voces. En la fragancia del aire suave, tocó los ritmos sincopados que a ratos perdidos, componía. Cuando la fiesta estaba en lo mejor, tuvo una comunicación telefónica corta. Se retiró diciendo que volvería pronto. "Otra historia de amor", pensó Juan, que la comía de los ojos cada vez que se iba sin él.

Pablo y Pedro salieron. La primavera comenzaba a inundar de flores la ciudad. Compraron alfarores y chocolates en el quiosco de la avenida en la que se construían los pedestales donde habrían de erigirse las estatuas de diferentes héroes del arte militar. Caminaron algunos metros en el parque centenario. Ya no podían contemplar las magníficas esculturas neogriegas de alabastro, que el militar había hecho sacar por obscenas. Protegidos bajo los arcos de los lapachos charlaban de todo, un poco. Caminaban sobre las flores caídas, campanillas rosas y malvas, que crujían al estallar. Finalmente, fueron a sentarse en el reborde del banco de cemento ubicado un poco en diagonal de la casa.

Pablo conversaba animadamente cuando un Ford blanco paró delante de su casa. Dos hombres salieron del vehículo, dos hombres cualquiera, nada especial en su aspecto. Parecía que se trataba de un problema mecánico. Dieron vueltas alrededor del auto y se atarearon un buen tiempo yendo del baúl a las ruedas, mirando de vez en cuando detenidamente la casa. Luego el vehículo se alejó despacio. Pedro y Pablo cruzaron la vereda hacia las casas blancas cuyo jardincitos bien arreglados contrastaban con el verdor rebosante de la tupida vegetación del parque.

Negra llegó una media hora mas tarde. Llamó a Pablo, hablaron de un tema grave, apartados. Ella le pedía un favor y él no estaba de acuerdo. Lucía intervino y aceptó, oponiéndose a su marido. Negra se ausentó y minutos después, regresó con un muchacho de cabello largo, sangrando del brazo, que se había refugiado en su coche, un desconocido, ¿ cómo abandonarlo a la policía en ese estado ?

Los presentes vivieron momentos escalofriantes. Paró la música. Algunos optaron por regresar a casa. Manuel era médico, revisó la herida y constató que era profunda. Aconcejó el traslado inmediato del muchacho a un hospital.

En aquel momento, afuera, alguién golpeó las manos. Pablo se precipitó y vio a su padre que traía dos dorados de la pesca. Lo recibió dudando en el umbral de la puerta sin invitarlo a pasar. Le agradeció los pescados y le aseguró que no tardarían en comerlos.

El padre de Pablo, nunca pudo recuperarse de lo que pasó. ¡ Los muchachos son estúpidos ! Si su hijo le hubiera dicho al menos una palabra, si hubiera sabido lo del herido, no habría dudado un instante en llevarlos de cualquier forma hasta la frontera.

Negra se fue, sosteniendo al desconocido por la cadera. Después de su partida, continuaron como si nada.

Algunos días mas tarde, Negra tenía la impresión que la seguían. Buscaba donde esconderse : ¿ En qué casa, qué edificio, qué obra ? Mientras tanto, Pedro removía cielo y tierra buscando dinero prestado para huir a la capital. Telefonéo a sus amigos, a los parientes, a todos. Finalmente consiguió plata para tres pasajes : Negra, Pablo y él.

Pablo, su amigo de infancia, le había enseñado todo lo que sabía sobre el país, la inestabilidad que lo caracterizaba más que ninguna otra cosa. Pedro lo respetaba. Pasaron buenos momentos juntos con Negra, en su casa o en la de ellos, haciendo música, conversando, compartiendo todo.

Un mediodía , justo en el momento en que Pedro empujaba la doble puerta de vidrio del bar, Negra que estaba adentro, lo llamó. Se arrimó a ella preocupado. Colorada de bronca, sin rodeos, le dijo casi murmurando :

- ¿ Te has vuelto loco ? Con tu conducta paranoíca, vas a hacer que nos descubran. No ha pasado nada, estás delirando y dejá de pedir ayuda a todo el mundo, nos van a dar la cana; además, irnos sería dar un paso en falso. Pedro se quedó la boca abierta : ¡ Negra, su amiga, su hermana ! El no tenía experiencia, era el más joven del grupo. No le contestó nada porque la amaba. Se limitó a mirar la Plaza.

Efectivamente estaba tan tranquila como antes de aquella mañana en que en las cuatro esquinas, se habían inmovilizado los tanques. Colegiales uniformados, con los portafolios en la espalda la atraveban bulliciosamente. En la mesa de la derecha, unos empleados con blusa blanca tomaban un café, urgidos por la brevedad de la pausa. Pedro estaba invitado para esa misma noche a una fiesta, rutina de la libertad.

Sin embargo, no dominaba una sensación de peligro inminente. No podía precisar cuál : un presentimiento, un sabor amargo en la garganta. Su imaginación engendraba visiones ridículas : dentro de un cuarto alumbrado con luz de vela, Pablo atado a una reja metálica. Pedro se estremecía de angustia.

Hubo un recital en la facultad. Negra subió al escenario a interpretar canciones de esperanza. Acompañandóse con la guitarra, cantó folkore norteño haciendo vibrar el anfiteatro. Antes de finalizar su actuación, bajó para sentarse a dos butacas de Angela y le susurró :

- ¡ Nos batieron !

El viernes a la noche, telefonéo a su madre, diciéndole que iba a preparar su clase en casa de una amiga porque tenían una inspección el día siguiente. No volvería.

Algo pasaba en el teatro municipal, los soldados iban y venían. El ballet de la provincia regresaba de una gira forzada por la región. Mientras los bailarines llegaban a la entrada de artistas, un hombre de ropa oscura les pidió silencio. El General quería asistir a una representación a las once de la noche. El director, al que encontraron en su camarín, se negó. El grupo estaba extenuado y además se necesitaba un contrato. El enviado del General le informó que si se obstinaba, mandarían las carros de asalto. El director quedó mudo.

Media hora más tarde, algunos vehículos blindados se dirigían por la avenida de palmeras hacia la zona boscosa del barrio norte, donde el teatro de estilo siglo XVIII forma cuerpo con la cámara de diputados desafectada y con el lujoso hotel, nostálgico de otros tiempos, donde funciona el casino. Cuando los militares irrumpieron, el elenco casi completo no salía de su asombro, tratando de imaginar las posibles represalias. Custodiados cada uno por un soldado, los artistas debieron firmar el acta de presencia que se les presentaba.

Había un problema grave : el primer bailarín no iba a actuar. Lo habían llamado desde su casa apenas llegó : su padre se estaba muriendo. Disponían de dos horas, no podían hacer nada sin él. Uno de los integrantes, que conocía la coreografía de memoria, se ofreció para remplazarlo, salvándole la vida. Ensayaron a toda prisa.

A las once en punto, el espeso telón se abrió lentamente. Ya en escena, los bailarines estupefactos constataron que en la platea, había un solo espectador : el General. Desde la oscuridad de la sala, su uniforme de gala lanzaba reflejos semejantes a los de las ametralladoras que apuntaban hacia el escenario. Los ágiles bailarines con deliciosos movimientos comenzaron a interpretar Gisele. El ocasional bailarín-estrella puso lo mejor de sí mismo cuando de repente, por el peso de la fatiga, se enfureció y empezó a improvisar con expresiones de odio. Atontadas, las compañeras lo miraban evolucionar y procuraban seguirlo. Su partenaire horrorizada le suplicaba con la mirada y en el medio de un entrechat, dejó un charquito sobre las tablas. Felizmente, el General se había dormido y prosiguió el ballet en puntas de pie...

Las dos estudiantes se despertaron temprano. Querían estar en forma para la inspección. Negra no supó que algunos soldados se habían presentado al domicilio familiar, el viernes, a eso de las diez de la noche. Invadieron la casa, encerraron a sus padres en las habitaciones. Luego se hicieron servir bebidas y comida por la empleada. Tres de ellos se empañaron en tratar de abrir la caja fuerte.

A las siete de la mañana, obligaron al padre a telefonear a su negocio diciendo que estaría ausente a causa de una indisposición pasajera. Su hermano que trabajaba con él, encontrando el dato raro, fue a la casa cerca del mediodía. La empleada le abrió con el rostro alterado. También lo encerraron en una pieza. Esperaban a Negra, deambulando en los patios, bebiendo en la bodega del padre, riéndose a más no poder, contándose chistes asquerosos.

Alrededor de la una, alguien llegó. La madre oyó desplazamientos precipitados, golpes sordos dados probablemente contra el suelo, después un grito agudo, un simple grito, corto... ¡ Su hija ! Apretó la sábana arrugada que colgaba de la cama desordenada. El padre estalló en llantos mirando sus viejas manos. Recordó la cabecita de rizos negros brillantes como el pelo de un caniche, que aparecía y desaparecía en un vaivén conmovedor. Había ayudado a sacarla con cuidado, la recibió entre sus manos y se la presentó a la madre. Era una hermosa nena morena, regordeta. Se pusieron de acuerdo sobre el nombre. Se llamaría ... No era el de ninguna abuela, ni tía, ni madrina. Era el suyo, ya le quedaba bien. El padre miró a su esposa, se acercó, le acarició la espalda. Esperaron dos horas más, uno contra el otro, las manos juntas. La madre tiritaba de angustia.

En los últimos tiempos, Negra guardaba un secreto para sí, un secreto que su hermosa boca no había dicho a nadie, ni siquiera a Juan, su hermano, su amigo. Eran lindos. Tocaban juntos temas con arpa, flauta y violoncello. Sólo él podía contar los últimos momentos. La tomaba en sus brazos, él era el gigante, ella la princesa. Cuando se encontraban a la sombra de la gran palmera, él levantaba su cuerpo liviano y frágil, haciéndole dar vueltas en el aire. Le ponía nombres de pájaros o flores lo que desencadenaba su risa clara con expresión resplandeciente. La juventud brillaba en su ojos oscuros. Negra vivía : ¿ Cuál era su secreto ? ¿ Dónde está ahora ?

Me pusieron aparatos en mi vientrecito bonito y bien redondito, que desde hace unos meses estaba habitado. Sentí una contracción fuerte debajo de los riñones y a la altura de los ovarios que realmente me cortó el aliento. El médico intervino. Estaba embarazada, había que hacer algo de inmediato o de lo contrario abortaría. El coronel se echó a reír, era semilla de subversivo, no cabía. Prosiguieron la tarea con pinzas estrechas y largas por el mismo lugar, hasta que perdí el conocimiento.

Me desperté en medio de intensos dolores. Varias heridas me sangraban, me sentía flotar.

..........

Hace unos días que estoy encerrada, ¿ cuántos ? No tengo la menor idea. El tiempo pasa al ritmo de los aullidos, los alaridos, los cuchicheos, los llantos y el silencio. A veces, ruidos de armas y disparos rompen la atmósfera densa y violenta contenida entre estos muros de tierra inmundos. Gritos de niños, rugidos de motores, ruidos de cascos de caballos sobre el pavimento, la carreta del verdulero me sacan de mi somnolencia y de mi embrutecimiento. La comida asquerosa condiciona mi estado de vigilia. No siento más los olores. Me carcome una suciedad infame. He pedido agua para lavarme : se rieron en mis narices, así hacían siempre.

..........

Hoy tomé la decisión de acabar con todo. Después del paseo cotidiano, voy a sacarme la capucha y echar a correr hasta la pared del frente. Los guardias tendrán todo el tiempo para descargar sus armas. Claro, me parece curioso terminar de esta manera. Había pensado en ser abuela, tener varios nietos que me visitarían los fines de semana y me llevarían a caminar por el parque.

No doy más, ya no siento nada. Comencé a pudrir en mi mugre y algunos parásitos me roen la sangre mezclada con los excrementos pegados a lo largo de los muslos. Pienso en Pablo, Pedro, Lucía. ¿ Dónde están ? ¿ Presos, libres ? ¿ Habrán tenido tiempo de partir ? Y Juan, no quiero pensar, me resisto en creerlo ¡ Qué horror ! Ahora sí que lo siento terriblemente en mí, lo amo. ¡ Qué inocencia, qué orgullo, qué ingenuidad ! ¡ Disfrutábamos, una historia simple, gozábamos ! Ya les dije todo, les he contado todo, les he inventado todo, no sé nada más. ¿ Qué buscan, qué más quieren ? Voy a morir. Me parece increíble morir tan tontamente, al desgaste. ¡ Ah, claro, ahora comprendo, ésa era su siniestra estrategia : desestructurar, destruir, reducir a polvo ! Está bien, espero el paseo.

Escuché que alguien llegaba por la galería. Era él. Volvía después de varios días de ausencia. Me puse casi contenta de encontrarlo. Se había creado entre nosotros una relación especial. Estaba acostumbrada a sus rarezas como si lo conociera desde muchísimo tiempo atrás, desde siempre. Venía por mí todos los días y ciertos días, varias veces. Hice esfuerzos enormes para comprenderlo. Antes de cada traslado me trataba con una dulzura particular. Me llamaba por mi apodo, me preguntaba si había dormido bien y otros disparates tales como : con quién hacía el amor, de qué manera y hasta los más íntimos detalles. ¡ Ese hombre... hice lo posible por satisfacerlo, pero nunca comprendí lo que quería !

Me habló apurado. No pude creer lo que escuchaba: me autorizaba a sacarme la capucha. Él me iba a matar, en la celda quizás. No me moví. Me quitaba la última posibilidad de actuar. Quería correr pero así, ¡ no, gracias, no me moveré !

Se acercó. Sentí la mezcla de calor y de agua de colonia que su cuerpo irradiaba. Acariciándome los cabellos, me quitó la capucha. Estaba deslumbrada. Decenas de puntos luminosos irrumpieron en mi campo visual. Bajé la cabeza hacia el suelo, miré las botas. Descubrí su pantalón con los pliegues perfectos. Levanté los ojos poco a poco hasta detenerme en sus muslos estirados y robustos que ya conocía... ¡ Así que era Enrique, mi primer novio, mi primer amor !

Las imágenes de la fiesta de mis quince años me invadieron. Mis padres habían preparado, con todas las reglas del arte, una gran reunión con mi familia y con todos los amigos, los del colegio, los del barrio. Los mozos corrían por la casa con las bandejas de sandwiches, canapés y masitas. Todo el mundo estaba contento, excepto yo, me devoraba la impaciencia en mi vestido de organdí blanco, sentada cerca de la chimenea. Yo esperaba a Enrique, ese muchacho inteligente y bueno, con el que salía desde algunos meses antes. Ibamos al mismo colegio y solíamos encontrarnos al terminar las clases en la plaza lujuriosa frente a la escuela de policía. Podíamos contemplar la perspectiva de palmeras intercaladas de vigorosos lapachos. Conversábamos tomados de la mano mientras nuestras miradas se perdían en el follaje.

Mi padre dirigía el servicio. Algunos de mis amigos se burlaban cariñosamente de mí, de la ansiedad que me costaba disimular. Los ritmos de moda se interrumpieron y empezó a sonar el vals. Enrique, no estaba. Mi padre se acercó, me abrazó con efusión y me condujo hasta el centro de la gran sala. Estaba al borde de las lágrimas con la mirada incrustada en la puerta de entrada. Al principio, dirigió la danza con gracia pero muy pronto comenzó a acelerar el paso. Bailamos el vals. Me dejaba embriagar con el vaivén caloroso y melancólico. Bailábamos. Mi padre me miraba emocionado fijamente a los ojos. Me hacía dar vueltas con pasos de experto que había conservado desde su lejana juventud.

La primera danza llegaba a su fin. Fascinada, había logrado olvidar mi preocupación. Mi padre se detuvo al mismo tiempo que la música. Formando un círculo, los invitados aplaudían entusiasmados. Yo estaba ardiendo, transpirada, con el vestido y las medias blancas empapados. En lo más fuerte de mi emoción, seguía con los ojos a mi padre que se dirigía hacia la puerta. Mi novio, Enrique entraba. Estaba estupendo con un ancho traje amarillo. Mi padre, orgulloso, lo saludó y le abrió paso hacia mí entre la algarabía, las risas y los aplausos. Unió nuestras manos de adolescentes con benevolencia mientras el segundo vals comenzaba. Enrique marcó un tiempo de pausa y se lanzó a dar vueltas y vueltas. Me encantaba : ¡ La dicha a mi alcance ! Los movimientos me resonaban en las sienes, sentía el pecho a punto de estallar. Mi pareja se detuvo ante un compañero y me dejó en sus brazos. El vals continuó. Aguanté y bailé con todos hasta el final de este ritmo interminable, en medio de los bravos y los silbidos.

Llegó el momento de la canción y de apagar las quince velitas de la torta de cumpleaños, alta, con varios pisos, realzada con una bailarina de azúcar. Las apagué de un solo soplido provocando gritos de alegría. El único drama de este día fue que una de mis amigas manchó con crema mi mini, arrugando la despreocupación con que miraba el porvenir.

Nos comprometimos. Nos separamos un año más tarde cuando me hice amiga de Angela en la facultad. Ya hacía algunas semanas que la relación con Enrique titubeaba. Angela me había convencido diciéndome : ¿ Porqué obstinarse en seguir cuando la cosa no va más ? Definitivamente, no comprendía a este muchacho, sus ansias de poder, esa manera egoísta a veces, de ver la realidad. Esto iba a terminar en un desastre. No soportaba más su cuerpo ansioso, su obsesión en querer continuar con la relación puramente física donde no quedaba nada. Nunca me atreví a contarle claramente, a decirle con toda franqueza que en realidad no lo amaba más.

Cambió su pierna de posición, me miró, estaba excitado. No me puse incómoda, ¡ nos unían momentos tan densos ! Alzé los ojos, Enrique uniformado, con sus veinticinco años, su bello y primoroso rostro, sus ojos límpidos, me sonreía. Desde lo peor de mi repugnancia, si algo de ella me quedaba, ya que había perdido toda noción del bien y del mal, examiné minuciosamente las asperezas de su piel alrededor de sus labios temblorosos. Noté el latido de su mejilla con náusea. Ajustó su pantalón con una mano de dedos largos con las uñas extremadamente limpias. Un detalle de su nueva apariencia me llenó de sorpresa : lucía sobre su corbata, una cruz de plata labrada, él que sin embargo se declaraba ateo. Recorrí de una ojeada la celda. Algunos instrumentos quirúrgicos colgaban en las paredes manchadas con sangre y suciedades de insectos. Ese día me dejó tranquila.

..........

Me siento cada vez más liviana y radiante como si estuviese permanentemente drogada. Duermo por breves ratos, como un animal. Mi mayor placer está en estar consciente, en saber que estoy aún en el mundo, que respiro. Mi cuerpo no me pertenece más, funciona independiente de mí.

Al anochecer, vinieron a buscarme. En la galería, Enrique dramático, me preguntó si deseaba algo. Ya me había pasado otras veces. Le respondí que quería mirarme, él accedió.

En este preciso momento, llegaba a la conclusión de que Enrique y muchos otros represores eran enfermos mentales, tenían perversiones del olfato : gozaban de los olores del sudor, de la mugre y los excrementos, de la sangre coagulada, del terror.

Tuvieron que sostenerme para poder atravesar la galería. Alcancé a distinguir los mocasines de Pablo cerca del banco donde estaba sentada el primer día. Lucía no debía estar lejos, ¡ A la mierda !

Salimos, yo flanqueada por mis dos gorilas. Después de arrastrarme unos pasos, me ayudaron a subir a la camioneta. Mi cuerpo no me sostenía. Sentí como ganaban las fuerzas de destrucción y de muerte. Yo había visto sus creaciones, conocido sus poderes. Deseé morir.

Una vez adentro, Enrique me alcanzó un espejo de cartera. Hice un gran esfuerzo para no dejarlo caer. Lo acerqué a mi cara. Poca luz filtraba por los vidrios traseros. Lo puse delante de mis ojos. No me reconocí, sin embargo me encontré linda. Mi tez pálida hacía resaltar la forma del rostro. Mechones de canas adornaban mi cabellera. Los ojos estaban hundidos dentro de unas ojeras rojizas. Los labios se habían agrandado. Cerré los ojos. Los abrí. Mi belleza me conmovía. Conservaba sensibilidad, vivía. Devolví el espejo a Enrique sin mirarlo. Nunca más. La camioneta emprendió una marcha veloz. Yo temblaba de frío.

En un cruce, el polvo de la tierra me resultó familiar. Supe exactamente cuál era el camino por el que íbamos. Lo había recorrido durante mi infancia y buena parte de mi adolescencia, cada domingo con mi familia. Conocía el trayecto de memoria : ¡ Era el camino del lago !

Estimulada por el perfume de las madreselvas, de golpe me volví extralúcida. Me vi nacer, repasé todo lo que había vivido hasta aquí al mismo tiempo que percibí lo que me quedaba por hacer. La película pasaba sumamente rápido ante mis ojos y en mi memoria. Sonreí.

Me acurruqué en el piso. Deslicé mi mano en mi sexo. Mi clítoris estaba duro. Lo acaricié con infinita suavidad pensando en aquellos que amaba.

La casa quedará intacta. Me esperará. Las plantas de los patios crecerán. Las costillas de adán dominarán, sus hojas cubrirán el jardín y conservarán su frescura. Sus grandes frutas exhalarán su aroma de otoño. Las santarritas salpicarán los muros del fondo con sus llameantes destellos. Uno de los dos naranjos morirá de enfermedad, sus hojas torcidas por un barniz gris. El otro doblará su altura y sus naranjas dulces serán cosechadas por el vecino. Los cactus que traje de los valles para trasplantarlos sobre el reborde de la tapia producirán sus flores estrelladas amarillas o rojas. Los jasmines tapizarán el mirador natural.

Los insectos voladores, los bichos rastreros volverán a su debido tiempo como recuerdos interminables de mi existencia.

Epílogo

Desgraciadamente, Negra, Lucía y Pablo son auténticos desaparecidos.

Se trata de María Teresa Sanchez (Mori), de Alicia Cerrota de Ramos y Eduardo Ramos secuestrados en San Miguel de Tucumán en 1976.

Muchos detalles pertenecen a sus recuerdos, otros están sacados de la felizmente inagotable fuente de la memoria colectiva. Otros en fin, son verídicos.

El campo de concentración descripto es la escuelita de Famaillá donde ahora, en el patio crece una higuera, recuerdo vivo de la estadía de Maurice Jeger, francés desaparecido en 1975 y más allá, de los demás, los unos por mil desaparecidos de Tucumán.

El General está vivo y vive tranquilo. Casi veinte años más tarde, ganará las elecciones a la cabeza de la provincia.

"El zorro pierde el pelo pero no las mañas ":

Había un monumento pequeño situado en uno de los jardines de la Casa de Gobierno, frente a la Plaza, una lamparilla, una llama a la vida y a la paz.

Para darle una significación trascendente, había sido inaugurada por cuatro presidentes, el nuestro y los de las naciones vecinas.

Su símbolo, un doloroso recuerdo de los excesos anteriores, una pared metafórica que clamaba en su lenguaje de piedra, el grito desgarrante de las víctimas :

- ¡ Nunca más !

La primera medida de su segundo gobierno ha sido hacer demoler violentamente esta construcción, salvajemente, como un oso rabioso. Destruyendo el monumento, pretendía derribar el símbolo. Su conducta desencadenó una tempestad de indignación y de luchas que triunfaron para que la llama de los desaparecidos brille siempre en el mejor lugar de la Plaza.



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