Los que no están

Desaparecidos y dictadura cívico-militar en Florencio Varela (1976 – 1983)
 

 

 

PARTE  IV

 

 

 

    

    Cuando el 10 de Diciembre de 1983 Raúl Alfonsín (UCR) asumió la Presidencia de la Nación, se daba por finalizado el gobierno de facto. Pero esto no significaba que se habían terminado los problemas en nuestro país; por el contrario, quedaba un difícil camino, y el nuevo gobierno tendría que dar respuestas a preguntas tales como: ¿dónde estaban los miles de desaparecidos que había dejado la dictadura? ¿Qué iba a pasar con los responsables de ese genocidio? ¿Cómo se iba a recuperar nuestro país del hundimiento económico en el que estaba sumido ?  ¿De qué manera se iba a hacer política después de que los militares habían hecho de ella algo prohibido y peligroso? Estos eran algunos de los desafíos que tenía el nuevo gobierno democrático; a la luz de sus resultados, fue muy poco lo que pudo hacer.

 

     Con el objetivo de intervenir activamente en el esclarecimiento de los hechos relacionados con la desaparición de las personas, averiguar su destino o paradero, como así también toda circunstancia relacionada con su localización, el gobierno, además de recibir las denuncias y las pruebas sobre esos hechos y remitirlos a la justicia, creó la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), por medio del Decreto 187 del 15 de Diciembre de 1983.

 

     Los máximos responsables del genocidio fueron llevados a juicio. Fueron juzgados los altos mandos militares: Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera, Orlando Ramón Agosti, Roberto Eduardo Viola, Armando Lambruschini, Leopoldo Fortunato Galtieri, Omar Rubens Graffigna, Jorge Isaac Anaya y Basilio Lami Dozo.  En lo que se llamó ‘El Juicio a las Juntas’, que comenzó en Abril y finalizó en Diciembre de 1985, declararon cientos de ex detenidos-desaparecidos, testigos de los secuestros  y los propios militares acusados. Estos últimos respondieron con soberbio cinismo, desligándose de toda responsabilidad o negando los hechos que ya habían tomado conocimiento público y que no se podían seguir ocultando. Uno de los responsables, Emilio Massera, reivindicó la labor de las Fuerzas Armadas, arguyendo que habían realizado una guerra contra la subversión, que la habían ganado y que algún día la historia se los iba a reconocer. En su alegato final dijo: “No he venido a defenderme, nadie tiene que defenderse por haber ganado una guerra justa. Y la guerra contra el terrorismo fue una guerra justa. Sin embargo yo estoy aquí procesado porque ganamos una guerra justa. Si la hubiéramos perdido no estaríamos aca –ni ustedes ni nosotros-, porque hace tiempo que los altos jueces de esta Cámara habrían sido sustituidos por turbulentos tribunales del pueblo y una Argentina feroz e irreconciliable hubiera sustituido a la vieja Patria. Pero aquí estamos. Porque ganamos la guerra de las armas y perdimos la guerra psicológica. Quizá por deformación profesional estábamos absortos en la lucha armada; y estábamos convencidos de que defendíamos a la Nación y estábamos convencidos y sentíamos que nuestros compatriotas no sólo nos apoyaban. Más aún, nos incitaban a vencer porque iba a ser un triunfo de todos”1.

 

     Esta justificación del accionar del gobierno militar es posterior a los delitos cometidos; es decir, en el Estatuto que traza los objetivos del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional, así como en los demás documentos emitidos por la junta de comandantes al usurpar el poder, no se menciona que nuestro país se encontraba en una guerra o que hubiese emprendido acciones bélicas, ya sea en términos de guerra no declarada o guerra sucia. Esto es así porque tal guerra no existió en los términos en los que la quisieron presentar posteriormente los militares al ser juzgados. Al respecto, Julio Strassera, fiscal del juicio a las juntas, se preguntaba, en su alegato final: “¿Qué clase de guerra es ésta en la que no aparecen documentadas las distintas operaciones, que carece de partes de batalla, de listas de bajas propias y enemigas; de nóminas de heridos; que no hay prisioneros como consecuencia de ningún combate, y en la que se ignoran las unidades que tomaron parte..? ¿Qué clase de guerra es ésta en donde los enfrentamientos resultan simulados, y en la que en todos los combates las bajas sólo hallaron en su camino a los enemigos de las fuerzas legales, que no tuvieron una sola baja? Porque resulta extraño, señores jueces, que una banda de subversivos militarmente organizados, que contaba con armas modernas, no cause a las tropas represoras ni siquiera un herido, mientras todos sus integrantes mueren. Las únicas muertes que pueden contabilizarse en las fuerzas del orden en su gran mayoría, fueron consecuencias de los atentados criminales (...) ¿Se puede considerar acción de guerra el secuestro en horas de la madrugada, por bandas anónimas, de ciudadanos inermes? Y aun suponiendo que algunos o gran parte de los así capturados fuesen reales enemigos, ¿es una acción de guerra torturarlos y matarlos cuando no podían oponer resistencia?... ¿Es una acción de guerra ocupar las casas y mantener a los parientes de los buscados como rehenes? ¿Son objetivos militares los niños recién nacidos? ¿Se puede equiparar el saqueo del ajuar de una casa con la incautación del parque de artillería enemigo? (...)”2.

 

     El tribunal presidido por el Dr. Andrés Dalessio condenó a  Jorge R. Videla  y a Emilio  Massera a prisión perpetua; a Roberto Viola a 17 años de prisión; a Armando Lambruschini a 8 años y a Orlando R. Agosti a 3 años y 9 meses. Los demás integrantes de las Juntas no fueron condenados por considerarse que no existían las pruebas necesarias. Este veredicto difiere sensiblemente de las penas solicitadas por la fiscalía, que había pedido reclusión perpetua para Jorge Videla, Emilio Massera, Orlando Agosti, Roberto Viola y Armando Lambruschini; prisión de 15 años para Leopoldo Galtieri y Omar Graffigna, de 12 para Jorge Anaya y de 10  para Basilio Lami Dozo.

 

     En este juicio se juzgó a los máximos responsables del genocidio, pero no así a los que habían participado en los ‘grupos de tareas’ y en los ‘centros clandestinos de detención’, o a los tantos subordinados que habían cometido aberrantes actos contra la ciudadanía. Los represores de menor rango comenzaron a ser juzgados a partir de las presentaciones que los organismos de derechos humanos y los familiares iban acercando a los juzgados. La ola de denuncias contra un número importante de militares comenzó a generar  malestar en el ámbito castrense. Las Fuerzas Armadas hicieron sentir su presión al poder político con la intención de que éste frenara los embates judiciales; entonces, el alfonsinismo decidió mandar al Congreso un proyecto de ley para que se fijase un límite a aquellas presentaciones judiciales de los organismos de Derechos Humanos, familiares de las víctimas de la represión y testigos del genocidio.

 

     La ley de Punto Final (Ley 23.492), promulgada el 24 de Diciembre de 1986, tuvo como objetivo dejar sin efecto las acciones penales que hubieran podido realizarse contra toda persona por su presunta participación en los delitos cometidos por las fuerzas represivas. Esta imposibilidad de juzgamiento incluía a todos los represores, sin importar su grado o jerarquía. Sólo quedaban exceptuados de tal beneficio aquellos que hubiesen sido declarados en rebeldía o estuviesen  prófugos, y quienes cargasen con una orden de citación para prestar declaración indagatoria dentro de los 60 días posteriores a la promulgación de la ley. De esta manera, se ponía un límite de tiempo para que se pudiera juzgar a los militares y/o civiles que habían participado en la represión ilegal; los que no fueran denunciados en el plazo estipulado quedarían exentos de ser juzgados. Esto generó que gran cantidad de demandantes se acercase a los juzgados con la intención de abrir causas, presentando pruebas y testimonios contra los represores, antes de que venciera el plazo impuesto por la ley de Punto Final.

 

     A raíz de la importante cantidad de denuncias recibidas en ese lapso, más de 300 oficiales quedaron involucrados y comenzaron a ser citados por la Justicia. Los militares veían con temor el avance del poder político sobre las Fuerzas Armadas; por ello, un levantamiento militar presionó al presidente Raúl Alfonsín para que resolviera definitivamente la cuestión de los militares acusados por su accionar en el gobierno de facto.

 

     “En 1987 ya la claudicación del alfonsinismo es evidente en el terreno económico. Ella se acompaña, ahora, en el plano militar, con motivo del alzamiento de un grupo de oficiales en Campo de Mayo, durante la Semana Santa, de mediados de Abril. El mensaje de Alfonsín –“Felices Pascuas... La casa está en orden”-, ante una Plaza de Mayo que aún alberga la esperanza, desnuda su negativa a movilizar al pueblo”3. Las presiones de los militares encontraron un gobierno dispuesto a ceder en estas cuestiones, favoreciendo a los genocidas. Finalmente, el gobierno radical envía al parlamento un proyecto de ley que sería aprobado el 8 de Junio de 1987: la ley de Obediencia Debida (Ley 23.521); fue un triunfo de los militares y una derrota del poder político, que todavía se sentía subordinado al poder de las armas. Su aplicación fue ‘de oficio’, es decir, alcanzó a todas las causas pendientes, sin discriminar su estado procesal.

 

     Mediante la Ley de Obediencia Debida se beneficiaron todos aquellos integrantes de la fuerza militar, policial y penitenciaria que no hubiesen tenido capacidad decisoria y/o participación en la elaboración de órdenes. Se advierte, de este modo, que los integrantes del aparato represor del Estado, que violaron sistemáticamente los Derechos Humanos, no eran responsables por los delitos cometidos, ya que habían actuado como subordinados, bajo coerción. Es decir, que no tenían otra posibilidad, que debían obedecer aunque no estuvieran de acuerdo con las órdenes. ¿Se puede creer, realmente, que las personas que realizaron el trabajo material de ese genocidio lo hicieron por el solo hecho de que recibían ordenes y debían cumplirlas? Y en el caso que así fuera, ¿incluían esas órdenes las torturas, los robos, los tratos infrahumanos para con sus víctimas o, como se describió en la Parte I, incluían la aceptación de ejecutar una orden tal como la de tomar a un bebé de 20 días de los pies, cabeza abajo, y golpearlo intentando conseguir una confesión de la madre? ¿Eran realmente ésas las órdenes que no podían dejar de cumplirse, o estas personas actuaban convencidas de que había un importante sector de la población que merecía pasar por esa instancia de escarmiento, y que algún día Dios y la Patria se los agradecerían, como preferían convencerse muchos?

 

     Lo cierto es que el gobierno de Alfonsín, con el apoyo de la mayoría de los Diputados y Senadores, prefirió perdonar y eximir de toda pena a los asesinos, en pos de la paz social. En verdad, lo que consiguieron fue la continuidad de un sistema de impunidad  e injusticia que se profundizó con el correr de los años. (Es oportuno mencionar que Fernando de la Rua, quien votó a favor de esa Ley, años más tarde, en ejercicio de la presidencia de la Nación, se horrorizaba por la violencia de los marginales y exigía endurecer las penas para los delincuentes; más aun, en el momento de su caída, la represión que intentó evitarla asesinó a más de veinte manifestantes).

 

      Sin embargo, este beneficio obtenido por los represores no fue aplicable para los delitos de violación y de sustracción y ocultamiento de menores, como tampoco incluyó los hechos en los cuales se comprobara apropiación extorsiva de inmuebles. Gracias a este ‘exceso de sensibilidad social’ del gobierno, se pudo seguir avanzando en algunas causas judiciales contra quienes habían participado en el robo de bebés. En el caso de apropiación de inmuebles, fue muy poco lo que la justicia pudo hacer.

 

     Y cuando parecía que estaba todo dicho en materia de impunidad hacia los genocidas, llegó Carlos Menem con sus indultos.

 

     Quien había asumido el gobierno emulando a Facundo Quiroga, terminó siendo Rivadavia, Mitre y Roca a un tiempo. Supo, al igual que los militares, hacer que gran parte de la sociedad hiciera la ‘vista gorda’ a todos sus aberrantes actos de gobierno. Sólo bastaba la ilusión del peso 1 a 1 con el dólar, para asegurar la patética complicidad de una sociedad que hipotecaba al país y al futuro con viajes a Europa, artículos importados, celulares, créditos ‘baratos’,  primer mundo y otros tantos espejitos de colores. Menem profundizó el modelo económico inaugurado por los militares y Martínez de Hoz, llevó al Ministerio de Economía a Domingo Cavallo, (quien había sido presidente del Banco Central durante la dictadura), y terminó la labor comenzada en Marzo de 1976. Privatizaciones, entrega del patrimonio nacional, deuda externa a límites insospechados*, aumento de la desigualdad social (la más alta de nuestra historia), obscena corrupción y ostentación de la misma, ricos cada vez más ricos, pobres cada vez más pobres, desindustrialización, abandono de toda ayuda estatal a los excluidos, y tantas otras degeneraciones que gran parte de la sociedad prefiere olvidar, porque la complicidad fue tanto o mayor que con el gobierno militar.

 

     Los Decretos de Indulto, que Carlos Menem firmó el 7 de Octubre de 1989 (Decretos 1.002, 1.003, 1.004 y 1.005) y el 30 de Diciembre de 1990 (Decretos 2.741, 2.742 y 2.743), completan el círculo de impunidad que habían empezado a trazar las Leyes de Punto Final y Obediencia Debida. Por medio de los primeros decretos de indulto quedaron en libertad los militares que no fueron beneficiados por dichas leyes. Además, fueron indultados los militares que se habían levantado en contra del gobierno de Alfonsín en la semana santa de 1987, Monte Caseros (también en 1987) y Villa Martelli en 1988. Entre otros, Aldo Rico, Mohamed Seineldín y todo el personal de Prefectura Naval y de Inteligencia que había colaborado en las rebeliones contra el gobierno constitucional. Todos ellos tomaron alegremente los beneficios que los indultos les prodigaban. Huelga aclarar que en nada modificaron sus convicciones, las mismas que llevaron al mayor genocidio de la historia argentina. En ninguno de los casos hubo arrepentimiento por lo hecho durante la dictadura militar y los levantamientos carapintadas. La nómina de indultados en la primera tanda de decretos (1989) alcanzó, también, a algunos ciudadanos acusados de subversión que para la justicia figuraban como prófugos, detenidos, excarcelados, condenados o desaparecidos, y a represores uruguayos que pertenecían al ejército de su país.

 

     Los decretos firmados por el presidente Carlos Menem en 1990 consiguieron dejar en libertad a los máximos responsables de la dictadura, muchos de los cuales habían sido condenados por el Juicio a las Juntas de 1985: Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera, Orlando Ramón Agosti, Roberto Eduardo Viola y Armando Lambruschini; y los ex jefes de la Policía de la Provincia de Buenos Aires Juan Ramón Alberto Camps y Ovidio Pablo Riccheri.

 

    Estos decretos provocaron el repudio de una parte de la población y de los organismos defensores de los derechos humanos, los que llevaron adelante una masiva movilización a Plaza de Mayo. Paralelamente, los sectores de la Iglesia representados por el Arzobispo de Buenos Aires, Monseñor Antonio Quarracino, y de los formadores de opinión pública que respondía a los dictados del poder (Bernardo Neustadt y Mariano Grondona, entre otros), elogiaron estas medidas, tendientes, según ellos, a pacificar al país.

 

 

    Es evidente que no fue posible una verdadera reconciliación social mediante la imposición del perdón. La paz se logra a partir de la justicia y el arrepentimiento público de los responsables; pues bien: ambas cosas fueron las grandes ausentes de los gobiernos democráticos que siguieron al proceso militar.

 

      La impunidad con la que el poder político premió a los militares no es el único dato negativo de la actualidad. Hay otros aspectos, que no han sido modificados durante estos años de ‘democracia’, que son efectos residuales que quedaron instalados en la sociedad y que, en cierto sentido, marcan el triunfo definitivo del modelo que se impuso. El historiador chileno Manuel Garretón habla de ‘enclaves o residuos autoritarios’** que todavía persisten. Por un lado, tenemos instituciones, leyes y reglamentos que no se modificaron (la Ley de Radiodifusión que tiene vigencia actualmente es la misma de la Dictadura, al igual que la ley de Entidades Financieras); por otro lado, hay actores autoritarios, sobre todo en las Fuerzas Armadas, la Policía o importantes sectores de la Iglesia, que muchas veces siguen operando con la impunidad heredada del gobierno militar. La violación de los Derechos Humanos, que se combina con las prácticas de los actores autoritarios, lejos de desaparecer, se ha instalado en la sociedad.

 

   En definitiva, la fría actitud ante la política y la defensa de los Derechos Humanos de una gran mayoría de la población, presenta a una sociedad argentina que parece haber recibido un escarmiento del cual no puede recuperarse, que mira hacia los costados ante los concretos  problemas sociales y que ve en el individualismo la única forma de protección y sobrevivencia. El miedo, el no meterse, el no participar, el querer salvarse sin importar a cuántos se perjudica con esa actitud son también un legado de la dictadura.

 

 

     Florencio Varela vivió este proceso de democratización con los mismos problemas que el resto del país. Algunas de las personas que estuvieron involucradas en la dictadura o se vieron favorecidas por los militares, se acoplaron a los ‘nuevos gobiernos democráticos’ y se fueron acomodando (o reciclando) para acompañar a los distintos líderes políticos nacionales. La situación de Varela, como ha quedado dicho, no escapa a la del resto del país: corrupción, pobreza extrema, marginalidad, violación de los derechos humanos, falta de beneficios sociales. Todo esto conviviendo con una pequeña parte del pueblo que se jacta de su progreso material y que lo exhibe como sinónimo de éxito, aceptando livianamente el discurso único en economía y política. Predican, sin ruborizarse, que la pobreza es un mal endémico que ataca a los vagos y a los que sólo aprendieron a pedir, sin detenerse a reflexionar sobre las profundas causas que provocaron tal situación ya que, íntimamente, sospechan que esa actitud los protege de asumir responsabilidades directas o indirectas.

 

     Al igual que en toda la Argentina, muchos varelenses poco saben de lo que pasó durante la dictadura, y muchos son los que prefieren no recordar. Pero como contracara de esta parte importante de la sociedad, están los que buscan otro camino, el de la Memoria y la Justicia.


 

Notas


 

1 La Nación, 4 de Octubre de 1985.

2 Alegato del Dr. Julio Strassera, Juicio a las Juntas, diciembre de 1985.

3 Galasso, Norberto, De la banca Baring al FMI, Buenos Aires, Colihue, 2003, pág. 271.

* La Deuda externa era para 1976 de 9.700millones de dólares; para 1983 de 45.100 millones de dólares y para 1999 (fin del gobierno de Menen) de 147.000 millones de dólares.

** Sobre el tema ver: Garretón, Manuel. Hacia una nueva política. Estudio sobre las democratizaciones. Fondo de Cultura Económica. Santiago de Chiles. 1995.

 

 

 

 

 
   
Indice  general  del  libro  

 

 


 

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